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Voyage en Orient

Antonio Colinas, Desiertos de la luz, Tusquets, Barcelona, 2008.

Como Chateaubriand, como Nerval, como Lamartine… como Hesse, Colinas deja en las páginas de este poemario el testimonio de su personal voyage en Orient, paradigma del viaje romántico. Para leer Desiertos de la luz importa tener ante los ojos estos referentes, y asimismo lo que han señalado a menudo los estudiosos del Romanticismo, exprimiendo la sentencia de aquel poeta genial que no dispuso de vida suficiente para viajar, Novalis: que el viaje del poeta romántico tiene una dimensión eminentemente interior; que es un viaje, ante todo, hacia adentro, en busca del «verdadero yo».

El libro se estructura en dos partes aparentemente enfrentadas, el «Cuaderno de la vida» y el «Cuaderno de la luz», y todo él funciona mediante contraposiciones —explícitas: odio y paz, caos y armonía, finitud e infinitud, laberinto y desierto, palabra y silencio, oscuridad y luz… o implícitas: Occidente y Oriente, materia y espíritu, vida exterior y vida interior—. Digo «aparentemente enfrentadas» porque, en el fondo, no lo están: la contraposición es sólo superficial. Como en la poesía de San Juan de la Cruz, los contrarios se resuelven en la paradoja; como en la poesía romántica, en «el centro del centro» del alma del poeta se identifican los opuestos.

Así, en el «Cuaderno de la vida» ya está presente, de algún modo, la luz del segundo cuaderno. La luz está ya bajo la forma del deseo, de la esperanza, de «nuestra sed de infinito»; y está ya bajo la forma de la intuición: visiones como la del páramo castellano o como la del templo taoísta sumido en la «selva de cristal» de los rascacielos de una metrópolis permiten vislumbrar, todavía en medio de la vida, la «finitud infinita», el «cuadrado circular». En uno de los últimos poemas de este cuaderno, «Allá en el noroeste, por la senda interior», se dan ya las «revelaciones de silencio»; y de repente, la noche es una piedra / de luz / que estalla entre mis manos.

De Occidente a Oriente: el «Cuaderno de la luz» se inscribe en Jerusalén, y sus escenarios son ya plenamente espirituales: la cripta de la iglesia del Santo Sepulcro, un cementerio, una desnuda azotea, el desierto que circunda al Mar Muerto, el Huerto de los Olivos… Allí el poeta percibe al fin con claridad la «música interior», la «música de la luz». Dos poemas son expresamente místicos: «Morada de la luz» y «La noche transfigurada», cuyos títulos remiten a Teresa y a Fray Juan, respectivamente. En el desierto del Mar Muerto llega el poeta al centro de su centro, descubre su verdadero yo, sacia la sed espiritual que le atormentaba en el laberinto occidental: en esta luz que abrasa y va entregando / la savia de su vida / a nuestras vidas, / ya no existe la sed del ansiar más, / ya no existe la angustia de saber.

Desiertos de la luz es un poemario bien trabado, con unos ecos internos que le dan cohesión, con un progreso evidente —hacia Oriente, hacia la luz— que le da dinamismo. Tiene imágenes contundentes: el sepulcro de Ana de Jesús en Bruselas, el ya mencionado monasterio taoísta incrustado en la gran ciudad, la azotea en Jerusalén. El lector echa en falta, no obstante, la novedad verbal, la sorpresa poética, y resopla ante la recurrencia de ciertos lugares comunes de la tradición mística. Su mensaje, con todo, es tan antiguo como esencial.


Gonzalo Salvador










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