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Pedro Antonio Urbina

"Todo lo que sea plan -como no sea un plan-visión- es falso, traición. Este plan-visión no es otra cosa o no es consecuencia de otra cosa, sino de que la luz de la belleza es ordenada y ves ese orden. Pero si este plan es visto fuera de la concepción, si es algo urdido previamente, en frío, fuera de la luz, entonces no es un acto creador legítimo, lo hecho no es obra de arte plena. Hay ahí una traición a la Belleza y al espectador, una falsedad" (Filocalía o Amor a la Belleza, pág. 247). El autor de esta cita es Pedro Antonio Urbina. Poeta, ensayista, dramaturgo, esteta, narrador, su magisterio entre poetas jóvenes y amigos se extendió, dicen los que le conocieron, más allá de los libros, en la conversación pausada, en los silencios. Poesía Digital ha reunido aquí el testimonio -la impresión, la pincelada grabada hondo en la memoria- de algunos de los poetas y escritores que le trataron y que siguieron de cerca su obra.

Precisamente de esta obra se ha hecho cargo desde la muerte del autor Fidel Vilegas, editor de los cuadernos de poesía Númenor. Estos días han comenzado las tareas de clasificación de los inéditos y la ordenación del amplísimo epistolario. Para la edición de este epistolario en un futuro, Fidel Villegas agradece las noticias que puedan darse sobre cartas recibidas de Pedro Antonio Urbina.

Escriben aquí sobre Pedro Antonio Urbina María Eugenia Reyes Lindo, Pablo Moreno, Julio Martínez MesanzaRocío Arana, Pablo LuqueVicente Cristóbal, Jesús Beades y Jaime García-Máiquez.

María Eugenia Reyes Lindo 

La vida es una sucesión de dudosas casualidades.

En 1997 encontré un libro en un armario: Las Confesiones, de San Agustín. Con un estilo sorprendentemente claro me hicieron descubrir que siempre es mejor conocer a Dios tarde que no llegar a conocerle jamás. Una de  las más dudosas casualidades de mi vida fue conocer a Pedro Antonio Urbina, al que los amigos –me dijeron-  llamaban PAU, y a mí me gustó.

Pau era un artista polifacético, pero yo iba para conocer al poeta.  En noviembre del 2001 le encontré en Madrid, en su estudio con suelo de madera, bajo el que escondía un sinfín de libros que no cabían ya en las estanterías, rodeado de gente variopinta: “hippies”, extranjeros, pintores, lectores, escritores… bohemios de hoy en día. Se me figuró un mecenas o un maestro rodeado de discípulos, de amigos.

Tuvimos un video fórum: una película italiana basada en una obra de teatro escrita por Karol Wojtila. Tras el fórum, cuando casi todo el mundo se había ido, Pedro Antonio me regaló un ejemplar de Los Doce Cantos y llevé en mis manos el tesoro color sepia hasta llegar a Sevilla.

Los Doce Cantos son un conjunto de perlas extrañas, como ensartadas por un mismo hilo. Su estilo onírico y surrealista me había atrapado; pero entonces no fui capaz de sacarle todo su jugo. Sabía que cada canto era un paso hacia alguna parte, que contaban el encuentro con algo más grande que nosotros, que el lector y el autor. Podía entender las luces y las sombras de los doce cantos porque las veía en mí con la misma nitidez. Era un mensaje para mí, que entonces buscaba y sólo intuía y seguía sin encontrar y Pau lo sabía. Esa intuición inicial se convirtió en certeza cuando a lo largo de los años releí su libro: Los Doce Cantos eran un camino con sus doce estaciones -la música, la roca, el dolor, la alegría, la debilidad, el amor… la victoria final.

“…que entres y permanezcas y crezcas en el universo (mejor que mundo) del Arte….”  Decía parte de la dedicatoria.

Sólo años después de entrar, permanecer y crecer en el universo del Arte descubrí que Las Confesiones que tanto contribuyeron a encontrar lo escondido eran una traducción de Pedro Antonio Urbina.

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Pablo Moreno

Nos alojamos en su estudio, que estaba en un edificio señorial de la calle Serrano. En la puerta, un cartel donde ponía: Pedro Antonio Urbina. Escritor. El estudio era enorme, con vistas envidiables y un manzano en el balcón.

La segunda vez que visité Madrid fue de la mano de Fidel Villegas, profesor nuestro de Bachillerato en el Colegio Altair de Sevilla. Digo nuestro, porque en aquel viaje de fin de semana nos reunimos unos cuantos compañeros de clase -Paco Gallardo, Jesús Beades, Javier Diestre y yo mismo- que escribíamos por entonces nuestros primeros versos. Llegar a Madrid esa segunda vez significó conocer a Pedro Antonio Urbina. Nos alojamos en su estudio, que estaba en un edificio señorial de la calle Serrano. En la puerta, un cartel donde ponía: Pedro Antonio Urbina. Escritor. El estudio era enorme, con vistas envidiables y un manzano en el balcón.

Las visitas al estudio de PAU se han repetido a lo largo de los últimos 15 años. No podría hablar de él como autor desde un punto de vista estrictamente crítico; ni tampoco de su aportación a la Literatura española del siglo XX, que según los entendidos es de gran importancia. Pero sí quiero hablar de su trato cercano con los artistas jóvenes, de su humildad, de su vocación permanente de escritor, desde el cartel de su puerta hasta los últimos días de su vida. Los títulos de algunas de sus obras revelan su concepción de la Literatura como plegaria, como canto agradecido por la Creación del mundo, como oración sincera y entusiasta a través de las cosas más sencillas: Pisadas de gaviotas sobre la arena, Gorrión solitario en el tejado, Los doce Cantos, Estaciones Cotidianas... Esta visión sobre la Literatura y sobre la poesía, en particular, es la que ha ido calando en muchos poetas como en los de la revista Númenor.

La última vez que vi a PAU fue hace poco meses, en el fallo del Premio Adonáis 2007. Estaba allí para acompañarme, como siempre. Comimos juntos para celebrar el día y luego nos tomamos una copa para alargar la feliz tarde de invierno en Madrid. Tras su muerte no me preocupa que su extensa obra adquiera el reconocimiento que se merece: cuando una obra es verdadera y honda en sí misma, tarde o temprano acaba ocupando el lugar que le corresponde. Me preocupa más que sepa yo ser agradecido por la herencia literaria y personal que me dejó en vida. También me preocupa lo que le ocurra al manzano de su balcón, aunque seguro que PAU sigue velando para que no se seque, para que no nos sequemos.

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Julio Martínez Mesanza

PAU era así, sencillo y profundamente claro, y eso se reflejaba en su poesía. Era amable, y en su poesía también se reflejaba la extrema delicadeza de su forma de ser, su finura de espíritu.

Creo que fue compartiendo mesa en el Ateneo durante la presentación de su Actitud modernista de Juan Ramón Jiménez, allá por el 94, pero ya no estoy del todo seguro, porque, con el tiempo, he retenido lo que dijo y hecho abstracción de todo lo demás. Pedro Antonio Urbina explicó de una manera tan sencilla y magistral al auditorio lo que distingue la trascendencia de la inmanencia, que, desde entonces, siempre que me he encontrado en un texto con las palabras “inmanencia” o “inmanente”, he pensado en él y en la claridad de su exposición. PAU era así, sencillo y profundamente claro, y eso se reflejaba en su poesía. Era amable, y en su poesía también se reflejaba la extrema delicadeza de su forma de ser, su finura de espíritu. Yo le debo muchas cosas. Algunas las he tenido siempre presentes; otras me vinieron a la memoria cuando me dijeron que había muerto. Quiero recordar aquí una de las primeras: su amistad, que fue una amistad no sólo generosa, sino multiplicadora, pues, a través de él, conocí a otros amigos y, a través de éstos, a muchos más. Hoy, en el dolor y en la esperanza, quiero acordarme también de todos ellos.

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Rocío Arana

Un día, Fidel Villegas me dijo que mis gestos le recordaban a veces a los de Pedro Antonio Urbina. Cuando le conocí en persona pude calibrar la inmensidad del elogio. De Pau me gustaba, me gusta, su elegancia al vestir un abrigo de invierno, su seriedad cuando dijo que Infiltrados era una mala película, su traducción de las Confesiones de San Agustín. Estuve con él en un café antiguo de Madrid, con espejos y lámparas, hablando de poesía. Pablo Moreno tiene una foto de aquella tarde de diciembre, frío y sol. Esto ocurría tan sólo seis meses antes de que muriera.

Hay personas que te influyen más indirecta que directamente, del mismo modo que en el Siglo de Oro los personajes de las comedias se enamoraban “de oídas”. Cuando pienso en Pau, se me viene a la mente la imagen de alguien extraño y a la vez querido: alguien con quien no crucé muchas palabras, con quien no tuve el tiempo suficiente para hablar, pero de quien me hablaron mucho y en muchas ocasiones. Alguien a quien aprendí a admirar. 

Se me viene a la cabeza la idea de un hombre casi renacentista, que amaba la belleza y la buscaba en todas sus vertientes. Leí en verano Estaciones cotidianas, su poemario publicado en Adonáis. Y me di cuenta de que, casi sin saberlo, todo lo que me había dicho Fidel acerca de Pedro Antonio había calado en mí, porque de un modo misterioso compartimos la certeza poética de que cada rincón de este mundo está tocado por la Magia.

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Pablo Luque Pinilla

La mañana del pasado 31 de julio, el día que falleció Pedro Antonio Urbina, y sin conocer la noticia, propuse a un conocido local de Madrid llevar a cabo una tertulia poética en sus dependencias. Se trataba de una manera de otorgar continuidad a los encuentros mantenidos desde finales de 2007 y durante el primer semestre de 2008 en el estudio de PAU (acrónimo extraído de su nombre que Urbina empleaba a menudo como un instrumento para entreverar sus relaciones con detalles de confidencia y humor), sabiendo desde hacía semanas del estado terminal de su proceso, y ante la inminencia de las vacaciones.

La idea de la mencionada tertulia, bautizada con el nombre de Esmirna a sugerencia de Pedro, procede de una propuesta directa que éste nos realizó al poeta Juan Meseguer y a mí, tras un largo ciclo de tertulias de cine en su estudio. Mirado con retrospectiva, ahora compruebo lo extraño y sorprendente de todo este asunto, colmado de hechos y encuentros imprevistos, comenzando por mi forma de entrar en contacto con PAU.

Pronto comprendí que la actitud de PAU ante la literatura ponía de manifiesto que su compromiso con ésta era indisociable de su compromiso con el ámbito de realización personal y social de lo humano.

Éste me invitaba a sus tertulias de cine sin conocerme, pues mi correo electrónico estaba en sus listas de distribución por esa ilógica arcana que rige el mundo de la Red. Un día el tema de su tertulia me interesó y decidí escribirle. Empecé a verle en su estudio o quedando a comer, y pronto comprendí que la actitud de PAU ante la literatura ponía de manifiesto que su compromiso con ésta era indisociable de su compromiso con el ámbito de realización personal y social de lo humano, o por expresarlo con sus propias palabras recogidas en Algún interminable mérito, “para la más alta utilidad del hombre”.  No en vano, su trayectoria había estado jalonada por la organización de numerosas tertulias en la misma medida que guiada, en el plano de su actividad creadora, por el alumbramiento de una obra empeñada en elucidar la huella de la Verdad y la Belleza en la actividad artística, y como exigencia irrenunciable en el punto cero de su escritura. No es de extrañar que su obra probablemente más emblemática y comentada sea uno de sus ensayos, el titulado Filocalía o amor a la belleza.

Aquella actitud de Pedro Antonio me sorprendió hasta el punto de que reconozco en ella el origen de mi complicidad hacia su persona. En PAU se hacen trizas muchos de los clichés e imposturas que han presidido a menudo la figura del escritor contemporáneo. El escritor se humaniza y se hace patente, además, que en esta relación con el oficio, concebido como un don recibido para ofrecerlo, indisociable del compromiso con la construcción de lo humano, el horizonte creativo crece y se ensancha. Si para Sartre la palabra era acción, para PAU era entrega y hondo descubrimiento de los significados.

Esa misma tarde del 31 de julio, tras haber sido emplazado, en contestación a mi propuesta de por la mañana, para mantener una reunión con el mencionado local donde celebrar la tertulia Esmirna, Juan Meseguer me comunicó la muerte de Pedro Antonio. Entendí con una claridad pocas veces hallada cuando él estaba presente, cómo Pedro nos contagió a Juan y a mí aquel entusiasmo suyo por la palabra hecha vida, por su carácter de logos carnal y palpable.

Desde entonces me acompaña un párrafo del citado Algún interminable mérito, como expresión radical de su entrega a una vida verdadera trazada a partir del arco de su vocación literaria, cuando hace referencia a los maestros que guiaron su literatura: “He visto confirmadas mis convicciones en ellos, mi experiencia personal la he visto reflejada en sus obras de valor universal, en el espacio y en el tiempo, para la más alta utilidad del hombre. Y eso pretendo, aunque mi pretensión se quede en deseo, y mis libros se desmenucen como ceniza en la región del olvido, como dice el rey poeta David”.

Gracias poeta, el esfuerzo no fue en vano.

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Vicente Cristóbal

Creo que conocí a Pedro Antonio Urbina allá por el año 1974, cuando yo había empezado a estudiar la especialidad de Filología Clásica. Primero lo oí en charlas de Teología, y ya me pareció un hombre muy especial, que destacaba poderosamente de entre la gente culta que conocía por la estrecha alianza que se daba en su persona de un firme talante de artista y una fe y vivencia religiosa no menos firme. Me parecía que dentro de él bullían al mismo tiempo la búsqueda y el hallazgo, el sosiego y la inquietud. Su vida y su modo de ser eran ante mí y ante muchos testimonio manifiesto de que Dios y los artistas no son incompatibles: cosa evidentísima, desde luego, pero necesitada siempre de ejemplos vivos. Y ahí estaba Pedro Antonio para demostrarlo: un profesor, un artista, un novelista, un crítico, un guionista y un poeta cristiano, católico, libre y comprometido con una alta causa. Afable, hospitalario, buen conversador, buen amigo. Durante aquellos años -los de la transición- patrocinaba en su estudio de la calle Serrano, allá en las luminosas alturas de un séptimo piso, una tertulia literaria, creo que los viernes por la tarde, a la que yo solía asistir y en la que leí muchos de mis poemas de aquella época. Pedro Antonio casi nunca aparecía como protagonista: escuchaba y opinaba, siempre dando ánimos y tendiendo a resaltar lo positivo de aquello que se leía. No faltaban nunca el vino tinto y las patatas fritas sobre la mesa. Y alguna rara vez también el anfitrión y mecenas nos leía parte de sus versos de entonces, los que conformaron los libros Mientras yo viva, Los doce cantos (que escribió en el reverso de las hojas de un calendario) y, algo después, Estaciones cotidianas. Recuerdo que a todos los de la tertulia nos conmocionó y gustó especialmente un poema titulado "Impromptu apenas triste", que ahora está recogido en Mientras yo viva, un poema que hablaba de la muerte futura de su autor:

 [...] Cuando mi tecla suene,
 será detrás:
 detrás del musgo
 de la piedra, detrás del agua;
 el último sabor del aire
[...],

y que concluía tajante y preciso con esta afirmación:

 Mi tumba será una grieta
 en el pétalo cuarto de esa anémona azul.

Ha sido sin duda por esa delgada grieta en el pétalo cuarto de aquella vislumbrada anémona azul por donde, buscando sus amores, escapó de la gran tertulia de este mundo, un día del pasado verano, el corazón inquieto de Pedro Antonio Urbina.

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       Jesús Beades

Pedro Antonio Urbina, para mí, es un torreón alto y luminoso y con el tiempo dentro, donde los relojes están parados a la misma hora todos, donde se fuma y se bebe y se habla de cine, de poesía, de novelas, de obras de teatro, y todos nos escuchamos. Sólo ahora, al paso de estos quince años, me doy cuenta de lo inusitado de ese trato: un escritor de considerable edad, que acoge a jovencísimos alumnos de bachillerato en su casa, y los trata de tú a tú. Y además ese urbiniano, a las claras, tal como era, aristocrático, cercano, soñador y filósofo. Hay un libro suyo, que Fidel Villegas nos descubrió a sus alumnos de 1º de B.U.P., titulado La  otra gente, que me impresionó vivamente. Los compañeros sólo atinaban a decirle al profesor que les parecía “muy triste”. Esos relatos, que son como poemas en prosa, desleídos, levemente nostálgicos, fragmentarios, los veo ahora en sus raíces: en los relatos de Flannery O´Connor. Pero también he encontrado esa misma suave melancolía, de muy otro modo, es cierto, en los cuentos de Raymon Carver (aunque dudo que él compartiera mi gusto por el escritor usamericano). Su estilo me abrió la puerta de otros estilos, de otros ámbitos.

La persona que nos franqueó el umbral del estudio de Pedro Antonio fue el profesor Fidel Villegas, como supongo que dirán casi todos los escritores sevillanos consultados. Fidel y Pedro Antonio han sido una especie de fuerza oculta, silenciosa y comprensiva, que tendía sus puentes de Madrid a Sevilla, de Sevilla a Madrid, y en el camino participábamos a veces los alumnos y amigos de Fidel. Una esperanza común en el carácter redentor de la cultura, y la creencia de que la hermosura redimirá el mundo. O la Hermosura, con mayúsculas, si hemos de hablar con propiedad. Y siempre deberíamos hablar con propiedad. Al menos, esa impresión nos daba Pedro Antonio en su modo de vivir la literatura, y todas las cosas. Vivir también con propiedad: como herederos de la luz, y cooperadores de la Belleza.

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Jaime García-Máiquez

La primera y la última vez que estuve con Pedro Antonio de Urbina hablamos de poesía. Y entre esos dos paréntesis, que coincidieron con el año de publicación de mi primer y de mi último libro, entablamos una amistad que tenía como único e inquebrantable nexo de unión el arte. A mí, como a él treinta años antes, me interesaba la belleza, por lo que en sus enseñanzas, en sus recomendaciones literarias, en los comentarios de las películas que vimos juntos, siempre había un chispazo común: los dos nos sonreíamos con la exacta definición griega de la belleza como resplandor de la verdad. Y ahora que él vive en la verdad, y que no le vemos porque está justo en el lado del resplandor que nos ciega, contemplo su vida como un testimonio pequeño y delicado de la belleza; del resplandor de una verdad un poco más resplandeciente con el brillo de su memoria.

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