A ningún lector de nuestra revista se le ha pasado por alto que este año celebramos el centenario del nacimiento de Miguel Hernández (Orihuela, 1910-Alicante, 1942), y pocos tendrán gran dificultad para encontrar sus poemas. No obstante, eso no quita para que su palabra palpitante deje de imprimir su vibración a nuestro portal.
Como su vida, su poesía fue escrita en un breve lapso de tiempo, pero también transcurre con la fuerza de un rayo que atraviesa toda la naturaleza, incluidos el alma y el cuerpo humanos. Ese rayo del amor, que apenas sabe distinguir entre amor erótico y amor solidario, se expresa con toda la sensorialidad, con todas las palpitaciones sensuales y espirituales que atraviesan el Mundo, para entregarse por entero a su mujer amada, a su hijo, a su país y a la inmensa familia de los hombres.
Sus libros son Perito en lunas (1933), El rayo que no cesa (1936), Viento del pueblo (1937), El hombre acecha (1938) y Cancionero y romancero de ausencias (1942).
Entre otras ediciones, el lector dispone de la Obra poética completa (Madrid, Alianza Editorial, 2010), edición al cuidado de Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia, revisada por este último con motivo del centenario.
Me llamo barro aunque Miguel me llame. Barro es mi profesión y mi destino que mancha con su lengua cuanto lame.
Soy un triste instrumento del camino. Soy una lengua dulcemente infame a los pies que idolatro desplegada.
Como un nocturno buey de agua y barbecho que quiere ser criatura idolatrada, embisto a tus zapatos y a sus alrededores, y hecho de alfombras y de besos hecho tu talón que me injuria beso y siembro de flores.
Coloco relicarios de mi especie a tu talón mordiente, a tu pisada, y siempre a tu pisada me adelanto para que tu impasible pie desprecie todo el amor que hacia tu pie levanto.
Más mojado que el rostro de mi llanto, cuando el vidrio lanar del hielo bala, cuando el invierno tu ventana cierra bajo a tus pies un gavilán de ala, de ala manchada y corazón de tierra. Bajo a tus pies un ramo derretido de humilde miel pataleada y sola, un despreciado corazón caído en forma de alga y en figura de ola.
Barro en vano me invisto de amapola, barro en vano vertiendo voy mis brazos, barro en vano te muerdo los talones, dándole a malheridos aletazos sapos como convulsos corazones.
Apenas si me pisas, si me pones la imagen de tu huella sobre encima, se despedaza y rompe la armadura de arrope bipartido que me ciñe la boca en carne viva y pura, pidiéndote a pedazos que la oprima siempre tu pie de liebre libre y loca.
Su taciturna nata se arracima, los sollozos agitan su arboleda de lana cerebral bajo tu paso. Y pasas, y se queda incendiando su cera de invierno ante el ocaso, mártir, alhaja y pasto de la rueda.
Harto de someterse a los puñales circulantes del carro y la pezuña, teme del barro un parto de animales de corrosiva piel y vengativa uña.
Teme que el barro crezca en un momento, teme que crezca y suba y cubra tierna, tierna y celosamente tu tobillo de junco, mi tormento, teme que inunde el nardo de tu pierna y crezca más y ascienda hasta tu frente.
Teme que se levante huracanado del bando territorio del invierno y estalle y truene y caiga diluviado sobre tu sangre duramente tierno.
Teme un asalto de ofendida espuma y teme un amoroso cataclismo.
Antes que la sequía lo consuma el barro ha de volverte de lo mismo.
De El rayo que no cesa (1936)
Canci�n del esposo soldado
He poblado tu vientre de amor y sementera, he prolongado el eco de sangre a que respondo y espero sobre el surco como el arado espera: he llegado hasta el fondo.
Morena de altas torres, alta luz y ojos altos, esposa de mi piel, gran trago de mi vida, tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos de cierva concebida.
Ya me parece que eres un cristal delicado, temo que te me rompas al más leve tropiezo, y a reforzar tus venas con mi piel de soldado fuera como el cerezo.
Espejo de mi carne, sustento de mis alas, te doy vida en la muerte que me dan y no tomo. Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas, ansiado por el plomo.
Sobre los ataúdes feroces en acecho, sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho hasta en el polvo, esposa.
Cuando junto a los campos de combate te piensa mi frente que no enfría ni aplaca tu figura, te acercas hacia mí como una boca inmensa de hambrienta dentadura.
Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera: aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo, y defiendo tu vientre de pobre que me espera, y defiendo tu hijo.
Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado, envuelto en un clamor de victoria y guitarras, y dejaré a tu puerta mi vida de soldado sin colmillos ni garras.
Es preciso matar para seguir viviendo. Un día iré a la sombra de tu pelo lejano, Y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo cosida por tu mano.
Tus piernas implacables al parto van derechas, y tu implacable boca de labios indomables, y ante mi soledad de explosiones y brechas recorres un camino de besos implacables.
Para el hijo será la paz que estoy forjando. Y al fin en un océano de irremediables huesos tu corazón y el mío naufragarán, quedando una mujer y un hombre gastados por los besos. replica watches