El pasado 1 de octubre falleció Miguel Ángel Velasco (Palma de Mallorca, 1963), a los cuarenta y siete años de edad y en casa de su madre. Además del dolor por esta muerte tan temprana, Miguel Ángel Velasco nos deja una obra poética imperecedera, que ha conquistado galardones de renombre —por ejemplo, el Loewe, en 2003—, aunque la actitud de su autor fuera decididamente opuesta a todo lo que pudiera sonar a "sociología literaria".
Como en su vida, Miguel Ángel Velasco aspiró en su poesía a una pureza de verdad, de belleza y de amor que resulta dramáticamente inaccesible para el hombre. Por eso su escritura fue una búsqueda del sentido total de nuestra vida, sin concesiones de ningún tipo, a la vez que le permitió acceder a ese paraíso que la vida real le negaba. Por medio de un verso de música impecable, el poeta consigue gozar de la armonía entre la Naturaleza breitling replica y su espíritu, en la que se reconcilian felizmente todas las contradicciones de la existencia y se vislumbra siempre un más allá tan oscuro como irrenunciable.
Aunque Miguel Ángel Velasco obtuvo el Premio Adonáis con Las berlinas del sueño (1981), su poesía de madurez comienza con el libro El sermón del fresno (1995), seguido de Bosque adentro (1997), El dibujo de la savia (1998), La vida desatada (2000), La miel salvaje (2003, Premio Loewe), Fuego de rueda (2006), Minutario del agua (2008) y el reciente Ánima de cañón (2010). La editorial Renacimiento publicó en 2007 una antología de su poesía, titulada La mirada sin dueño. Aquí proponemos la lectura de dos poemas del libro La miel salvaje (Visor) y uno del último, Ánima de cañón (Renacimiento).
Las garzas
Para Angelika
Las vi cruzar el puente, en un rasguño de la noche cerrada: transcurrían en formación precisa, un sereno triángulo como flecha segura que apuntara al corazón del sol adivinado más allá de la niebla, tatuaje rojo inscrito en el calor del territorio propio entre las alas. Batían en la fe de un solo pulso el plomo de los cielos, sacudiéndose las bajas nubes tardas. Volaban de memoria aquellos pájaros, fantasmas de pureza con la mirada fija en la línea de acero de una ancha tierra santa. Quedé como imantado en toda mi estatura a la alta aguja de su navegación, mientras seguía con los ojos errantes el vector de su rumbo. Al cabo, la bandada fue mullendo su esquema en una mecha de bruma, hasta perderse en la tinta del cielo. ¿A dónde irían las garzas? Sólo sé que algo de mi partió como saeta fiel aquella noche desde el arco del puente; algo de mí se fue y boga dichoso hacia algún sur de luz en la flecha del vuelo.
(De La miel salvaje, 2003)
El humo del cigarro
Miras a contraluz el suelto hilo que se devana en fáciles volutas. Y en esa transparente arquitectura reconoces un ritmo, el equilibrio de una danza precisa.
Y te dices que el humo tiene un orden, un concertado pulso que edifica su liviana columna.
El mismo que gobierna la rotación de antiguas nebulosas, el latido puntual de las mareas y el de tu corazón, desafiando el peso de la tierra.
Se consume la brasa, pero pende el denodado estambre al rizo de su vuelo, y multiplica en la sutura de las altas pérgolas esa ufana corola necesaria. Lo que nunca será de la ceniza.
(De La miel salvaje, 2003)
�nima de ca��n
¿Qué será cuando el día se congele con la detonación de nuestra carga en el hueco del tiempo?
¿Cuando nos engatille la del cuerpo mayor, la fusilera Hécate, con la espingarda de la luna en desvelo de caza, de la que ser su blanco; o a contraluz de un sol que se comprima en una carabina, en su mirilla, y al fondo nuestra liebre, un punto trémulo del túnel frío que se estreche en nada?
¿Saldrá el alma soñándose fogueo, en expansión reversible su posta, hacia una luz que nos funda en su seno?
¿Se alzará en perdigones, loco polen de plomo y extrañeza, al encuentro del cáliz de la noche?
¿O quedará sin más amartillada, de este lado el tímpano, soldada a su calibre, sin dar siquiera un humo leve el ánima?