En este número 46, con motivo del cuarto aniversario de PoesíaDigital, abrimos una nueva sección, que permitirá a nuestros lectores disfrutar de algunos poemas memorables (antiguos, modernos o posmodernos) ya publicados, lo cual viene a ser el complemento natural de la sección "Inéditos"; con el objeto de cumplir lo que muchos de vosotros habéis reclamado de una u otra manera.
Y tenemos el gusto de empezar releyendo a un poeta esencial de nuestra lengua, el cubano Gastón Baquero (Cuba, 1918-Madrid, 1997): un poeta que vivió en su Cuba natal hasta 1959, donde destacó desde muy joven como una de las grandes voces de esa Isla. Así lo atestigua, por ejemplo, el hecho de haber figurado en la ya clásica muestra Diez poetas cubanos, realizada por Cintio Vitier y publicada en 1948. Para entonces Gastón había dado a la imprenta los libros Poemas y Saúl sobre su espada, ambos en 1942. Luego vendrían, ya en el exilio español, Poemas escritos en España (1960), Memorial de un testigo (1966), Magias e invenciones (1984) y Poemas invisibles (1991). Su Poesía completa (Madrid, Ed, Verbum, 1998) recoge, además, muchos poemas inéditos, tanto de su primerísima juventud como de etapas posteriores, algunos de ellos tan imprescindibles como los ya conocidos.
Aunque, durante su vida, Gastón Baquero atravesó duras circunstancias históricas que ocultaron a muchos lectores la grandeza de su obra poética, y a pesar de su carácter extremadamente reservado a la hora de dar a conocer sus poemas, Gastón Baquero es hoy, sin duda, una de las grandes voces de la poesía hispanoamericana. Su obra lírica, que empezó en una juventud de envidiable madurez creadora, nos sorprende incesantemente con la misma inocencia con que se sorprende el yo-poético, navegador infatigable entre los siglos y los mundos, que se hacen muy pequeños y cercanos ante la eterna mirada de Dios. A este permanente pasajero del tiempo wholesale nfl jerseys y del espacio Dios le concede, por un instante, ver el mundo con sus ojos divinos. Y lo que nos ofrece el poeta son textos como estos tres que aquí transcribimos:
Canta la alondra en las puertas del cielo
(Para Ángel Gaztelu, Pbro.)
—Hark! Hark! The Lark at Heaven Signs…
Shakespeare
Canta la Alondra en las puertas del cielo sus arpas infinitas. Canta espacios de oro rindiéndose ante el alba en suaves pasos. Canta la Alondra la angélica alegría de los astros, canta el coro de Dios Iluminando fuentes y tránsitos de estrellas en la carne del cielo.
Quiero escuchar su trino lanzado a la dulce marea de las nubes, Con ese oído de nácar que tendrán los ángeles cuando padece el corazón humano. Yo sé que ella suplica el presto arribo de algunos seres amados por mi alma. Y quiero ayudarla un poco, y recojo su canto por encima de su propia armonía. Y ellos echan sus pasos a la noche prosiguiendo en belleza la estela de la Alondra. Y nada cesa de temblar y gemir en las puertas del cielo.
Canta la Alondra en alas divinales transformada, canta el suplicio Por donde ahogándose en luz y en blanca música la lluvia se detiene. Canta la Alondra sobre el punto cimero, diamantino de estrellas, incendiado. En el albo resplandor de la Paloma, canta después del trono, canta la gloria De Sagrados vellones luminosos, deslizados al Pórtico nevado en alas del navío. De dónde, de dónde viene esta garganta apretada de espumas siderales. Y este encaje deslumbrante que cuelga de su labio vibrando en cada nota. Yo pregunto de dónde, inquiero por el sitio original de todo arpegio. De dónde llega, cómo el viento lo hace posible huésped de los mares. Y cómo surge este público de rosas atendiendo el responso. Y la oración de fuego que es el alba enlazada en la voz de la Alondra. Aquí, aquí también resuena el canto de la Alondra, lejos del cielo divinal resuena. Como una llamada urgente es escuchado, como alguien que dice palabras que le dicta Un músico sapiente, un rey, un exigente dueño custodiado de flamígero coro. Y aquí resuena sólo cuando es pura la noche y los deseos han sido despeñados.
Entre los blandos secretos de corderos, de abejas, de azucenas, se escucha el tremolar. Canta la Alondra aquí detrás de cada sombra salvada en el Paráclito. Y hay diminutas antorchas delicadamente asidas al mirar de los niños, Y resuenan las manos dolorosas de espuma, librándole senderos de esa lira de nieve. Y contemplo mi alma cotidianamente asombrada de belleza. Y la dejo partir, la desdeño sin llanto, como una piedra irremediablemente inscripta de blasfemia. Y pienso en el rostro de Santa Flora y escucho los sonidos, Y en el mancebo ignorado que ofreciera en el Huerto la espada de su cuerpo* Y escucho los sonidos, y el gorjear perfumado de algún lejano ángel que me vela impasible.
Canta la Alondra el éxtasis que asciende y no retorna. Así, apacible, lenta, como la frente de un penitente cayendo en el regazo de Dios, asciende. Yo la siento gemir en un remoto pasado de mi alma. Yo la gusto, errante, anclada en aquel signo de Dios que no ha partido todavía. Erguida, así, la escucho y la contemplo, en el fragmento de ángel que me espera por detrás de la muerte. Yo la escucho cantar en los breves instantes en que ese rostro amado refulge y me confunde. E ignoro si es posible tenerla por testigo de este doliente anhelo. Y he aquí que entrego irremisiblemente mi alma al cristalino lecho de su canto. Qué decir en esta circunstancia que no impregne los labios de alegría. Yo recojo mi cuerpo en el silencio y me dispongo a morir escuchando. Escucho cómo ascienden los seres bien amados de mi alma en pos de ese conjuro. ¡Oh Alondra! Penetra en voz de enigma por la clara ventana de su cuerpo, Hechizando sus ojos con los propios ensalmos que derramas en extáticos lirios. Penetra, ¡oh dulce Alondra!, su corazón amado, su pequeño recinto de gacelas, Con los rostros más bellos, con los gestos ocultos en el límpido giro de los astros. ¡Escucha! Los címbalos del cielo despertados renuevan la alborada. Como un gesto de Dios los trinos son llevados a enmudecido canto. Y tu voz no ha cesado sobre el rostro de los serafines. Y qué gran silencio pones debajo de mi sangre.
*San Marcos 14, 51
(Poema escrito hacia 1943 e incluido en su Poesía completa)
Discurso de la rosa en Villalba
Yo vi una rosa en Villalba: era tan bella, que parecía la ofrenda hecha a las rosas para festejar la presencia de las rosas en la tierra.
Yo creía haber visto ya todas las rosas: marmórea en Bogotá, llamativa en Amsterdam como un domingo aldeano, primigenia en Haití, melancólica en la melancolía de Viena, falsa como de nieve y alambre en una calleja de Manhattan, túrgida y breve bajo las campanas de Florencia, radiante como un verso de Ronsard en un jardín de Francia; yo creía haber soñado ya todas las rosas, y las no vistas sobre todo: la rosa de la India ciñendo a los leopardos, la del Japón labrada en oro, la mística de Egipto, la imperiosa como un guerrero bajo el sol africano, la silvestre de Nueva Zelanda, que se abre al escuchar una melodía y muere cuando la música fenece: yo creía haber visto ya todas las rosas.
Pero yo vi la rosa en Villalba; su geometría imperturbable era una respuesta de lo Impasible a la Desesperación, era la indiferencia ante el caos y ante la nada, era el estoicismo de la belleza, que se sabe perdurable, era el sí y el rechazo a la ávida boca de la muerte.
Yo vi la rosa, tan pura y sorprendente, que borraba el hastío de su nombre profanado y no aparecía ya el lugar común de la rosa gastada: era otra vez la Creación en su día inicial, coronada por el estupor de Adán, recorrida por la inmensa alegría de saborear la luz y por el asombro de sentirse vivir. Estaba allí, en Villalba, impávida y absoluta, como si perteneciese a un rosal personalmente sembrado por Dios en el propio jardín del Paraíso.
Y ante ella sentí la piedad que siempre me ha inspirado la contemplación de la belleza efímera. ¡Que esta geometría vaya a confundirse con el cero del limo y con la espuma del lodo!
No quise mirar más la rosa perfectísima, la que debió ser hecha eterna o no debió ser nacida. De espaldas al dolor de su belleza, la rescataba intacta en ese rincón final de la memoria que va a sobrevivirnos y a mantener en pie la luz de nuestra alma cuando hayamos partido. Negándome a mirarla, la llevaba conmigo.
Y dije adiós a la rosa de Villalba.
(De Memorial de un testigo, 1966)
El r�o
A José Olivio Jiménez
Viví sesenta años a la orilla de un río que solo era visible para los nacidos allí. Las gentes que pasaban hacia la feria del oeste nos miraban con asombro, porque no comprendían de dónde sacábamos la humedad de las ropas y aquellos peces de color de naranja, que de continuo extraíamos del agua invisible para ellos.
Un día alguien se hundió en el río, y no reapareció. Los transeúntes, interrumpiendo su viaje hacia la feria, preguntaban por dónde se había ido, cuándo volvería, qué misterio era aquel de los peces de color de fuego amarillo. Los nacidos allí guardábamos silencio. Sonreíamos tenuemente, pero ni una palabra se nos escapaba, ni un signo dábamos en prenda. Porque el silencio es el lenguaje de nuestra tribu, y no queríamos perder el río invisible, a cuya orilla éramos dueños del mundo y maestros del misterio.
(Uno de sus últimos poemas, recogido en su Poesía completa, 1997)