Este mes proponemos la relectura de tres poemas del venezolano Eugenio Montejo (1938-2008), que serán una sorpresa para quienes aún no conozcan a este poeta. Montejo consigue transmitirnos sus delicadas percepciones de la naturaleza y de la vida cotidiana con una sencillez admirable. Y en la medida en que el mundo de Montejo se nos hace visible y palpable, pletórico de realidad, más misterioso nos resulta ese mundo que vemos o tocamos. Por rephandbag.com otra parte, aunque se halle inspirado por la enérgica naturaleza de su Trópico, Montejo huye de todo localismo y nos hace sentir su
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tierra como si fuera nuestra, porque en ella se esconden los misterios esenciales de toda vida humana.
Autor de libros tan indispensables como Algunas palabras (1976), Terredad (1978) o Trópico absoluto (1982), el lector puede seguir su trayectoria a través de la extensa antología poética Alfabeto del mundo (México, Fondo de Cultura Económica, 2005), de la que extraemos los siguientes poemas. Después de dicha antología, publicó su último poemario en Pre-textos, titulado Fábula del escriba.
En la mujer, en lo profundo de su cuerpo se construye la casa, entre murmullos y silencios. Hay que acarrear sombras de piedras, leves andamios, imitar a las aves. Especialmente cuando duerme y en el sueño sonríe —nivelar hasta el fondo no despertarla; seguir el declive de sus formas los movimientos de sus manos. Sobre las dunas que cubren su sueño en convulso paisaje, hay que elevar altas paredes, fundar contra la lluvia, contra el viento, años y años. Un ademán a veces fija un muro, de algún susurro nace una ventana, desmontamos errantes a la puerta y atamos el caballo. Al fondo de su cuerpo la casa nos espera y la mesa servida con las palabras limpias para vivir, tal vez para morir, ya no sabemos, porque al entrar nunca se sale.
Adora a tu ciudad, pero no mucho tiempo, olvida el tacto de sus piedras, sé gentil a tu paso y prosigue de largo, no proyectes quedarte entre sus muros, hasta fundirte en el paisaje. Una ciudad no es fiel a un río ni a un árbol, mucho menos a un hombre.
Quien amó una ciudad solamente en la tierra, casa por casa, bajo soles o lluvias y fue por años tatuándola en sus ojos, sabe cómo engañan de pronto sus colinas, cómo se tornan crueles esas tardes doradas que tanto nos seducen.
Las ciudades se prometen al que llega pero no aman a nadie. Cuando se ven por la ventana de un avión todas atraen con sus cumbres azules y largos bulevares rumorosos, pero al tiempo son sombras amargas. Sus edificios nos vuelven solitarios, sus cementerios están llenos de suicidas que no dejan ni una carta. Por eso el río pasa y no vuelve, por eso el árbol que crece a sus orillas elige siempre la madera más leve y termina de barco.
(De Trópico absoluto, 1982)
El canto del gallo
A Adriano González León
El canto está fuera del gallo; está cayendo gota a gota entre su cuerpo, ahora que duerme en el árbol. Bajo la noche cae, no cesa de caer desde la sombra entre sus venas y sus alas. El canto está llenando, incontenible, al gallo como un cántaro; llena sus plumas, su cresta, sus espuelas, hasta que lo desborda y suena inmenso el grito que a lo largo del mundo sin tregua se derrama. Después el aleteo retorna a su reposo y el silencio se vuelve compacto. El canto de nuevo queda fuera esparcido a la sombra del aire. Dentro del gallo sólo hay vísceras y sueño y una gota que cae en la noche profunda, silenciosamente, al tic-tac de los astros.